Shtjefën, me invocas…
y tu voz se oye próxima, inmediata, limítrofe, urgente…
como si con su melodía me fuera besando el pensamiento.
Me atestigua ante ti:
una sombra, un aroma, un vestigio, el eco de unos pasos…
la esencia que me habita que no es de este mundo.
(Pero eso ya lo sabes).
A veces no te alcanzo…
te indago simplemente con el amor que llevo puesto
entre el pecho y los brazos,
con este corazón expuesto al fulgor que me crece
sobre el diseño más secreto de la noche.
A veces quedo lejos…
y entonces en tus ojos va dejando su rastro la desnudez de la melancolía,
-esa traza que delata lo insulso de las horas-
cuando tus lágrimas se hacen un modelo para la soledad
al no hallar mi sonrisa.
Espérame, mujer…
no contemples la nada con el dolor en ciernes de los bienes perdidos.
Créeme, yo te tomo la mano, aunque sólo percibas un soplo de lo frío.
Heme aquí a la intemperie…
enterrado debajo de los años que marcaron el paso del tiempo allí en tu piel,
fundándote la casa del mañana con las constelaciones del hechizo,
rehaciendo la historia desde los fragmentos de memoria que rompió la ignorancia,
cuidando en el caldero el brebaje de estrellas que hará cuerpo del polvo
-espontáneas alquimias que son más que sentencias en el resabio del pasado
y menos que un vivero de augurios en la proximidad del porvenir-.
¿Acaso no están de pie los primeros recuerdos de mi nombre
entre los anuncios por donde pasaré, eterno, todavía?
¿Acaso no diseñé en mi nacimiento la cifra exacta de tu ser
para que seas la hechicera en el sagrario de la idolatría?
Shtjefën, me dices…
y el mundo gira y canta con un nuevo ropaje que ha de ser beatitud, mujer…
cuando me nombras.
Esteban D. Fernández
Del Poemario: “De lo que fue dictando un sueño”.