Debí quedarme dormido, pues cuando abrí los ojos había una niña a dos metros de mí. Aparentaba unos diez años de edad, y estaba sentada sobre el tronco de un árbol caído.
―¿Cómo te llamas? ―pregunté sorprendido mirando a mi alrededor―. ¿Estás perdida? ¿Y tus padres?
La niña se quedó pensativa e hizo un gesto como si se entendiera con una entidad invisible.
―Me llamo Maía ―contestó con una sonrisa―. Mis padres murieron en un accidente, pero no estoy sola. Edie está conmigo.
Me estremecí cuando escuché el nombre de la pequeña. Una descarga de energía me recorrió todo el cuerpo. Lo tomé como una de las señales anunciadas por la Luz de Mydra. Traté, en vano, de hallar rastros de su acompañante; pero solo estábamos ella y yo. La niña volvió a sonreír.
―Edie es invisible a ojos humanos ―dijo en tono de confidencia―. Pero puede leer el porvenir como quien ve lo que se ha ido ya.
Parece que intuyó mi actitud incrédula, pues agregó:
―Dice que la esposa de usted se llamaba, Maía, como yo… y que es una buena señal que nos hayamos encontrado.
Otro escalofrío recorrió mi cuerpo. Al instante, y aún estupefacto, di fe de su acompañante invisible o de su agudeza clarividente. La niña se levantó y se dirigió hacia mí. Palpó con suavidad mis facciones, y entonces comprendí que era ciega. Sus manos eran muy suaves y tibias.
―Me gustan las proporciones de su rostro ―indicó con aire complacido―. Es tal como me dijo Edie que sería, antes de conocerlo.
Martha Jacqueline Iglesias Herrera
Fragmento de «LA LUZ DE MYDRA», del libro de relatos: «CÓDIGO DIE» (2024)