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Fragmento de mi novela: “El Kébir” …

Prefacio
LA PROFECÍA DE CONSTANCE
Reona de Marfagones, 10 de febrero de 1895

El hombre caminaba entre la multitud desesperada.

En el centro de la plaza, ciento cincuenta personas, atadas por cadenas al mástil de un barco desahuciado que la última tormenta había lanzado cien metros tierra adentro, esperaban a ser ejecutadas. Entre ellos había veinticinco niños de edades comprendidas entre los 13 y 15 años, treinta mujeres y el resto se dividía entre hombres y ancianos de más de setenta años. Todos, sin excepción, llevaban más de una semana sin dormir y morirían con los ojos abiertos, a salvo de los martirios del futuro, de frente al terror de sus visiones. Sus miradas, como pupilas de barro endurecidas al sol, eran ciegas a la realidad que les aguardaba. El cura de la iglesia había puesto, en las manos de cada uno, una figurilla de arcilla que tenía la forma de la Virgen de los Remedios, para que fueran teniendo el hábito de invocar a la divinidad en la hora de los tormentos de la memoria. La grita de la multitud suplicando por el alma de sus congéneres era silenciada por la ira de las autoridades. La epidemia, bautizada como La Fiebre de Marfagones, se extendía rápidamente entre ricos y pobres. Las autoridades sanitarias no encontraron en sus pesquisas otro remedio para detenerla, y a alguien con la debida autoridad se le había ocurrido que debían ser quemados vivos para aplacar así la furia de la muerte evitando los contagios de la pandemia. Un prohombre de la localidad tuvo el honor de encender la pira. Cuando el fuego empezó a quemar los cuerpos, un silencio horrible, pavoroso, se adueñó de la ciudad. Ninguno de los condenados parecía sentir el azote de la muerte. Seguían impávidos, abrasados por las llamas que crepitaban sordamente, con la mirada enajenada, perdida hacia un punto de horrenda fascinación en el horizonte. Un insoportable hedor a carne quemada hizo que lagrimearan los ojos de más de uno.

El hombre siguió caminando. Según su informante este era el sexto grupo de personas que ajusticiaban. La ciudad ya contaba en su historial con dos mil quinientas muertes y cada día aparecían más personas infectadas. Pero él conocía los síntomas y las causas que habían llevado a la expiración a aquellos infelices. Él era el responsable. Todos habían claudicado ante los embrujos del Kébir. Luego de firmar previamente un pacto de silencio, aquellas personas habían sido libres de elegir su destino. Nadie les había obligado. Sucumbiendo ante los abusos de la búsqueda, todos habían optado por sumergirse en las bondades de una planta que les permitiría conocer su futuro. Arrebatados, antes de darse cuenta del peligro, por los designios de la locura, pronto olvidarían al proveedor de aquel ejemplar exótico que les había concedido ver más allá de la frontera de lo permisible y les proporcionaba una destrucción digna: morir en el estado de un éxtasis perentorio.

 El hombre dobló por el monasterio de San Pedro y se internó en el viejo suburbio de los pintores. Sus casas, de toscas baldosas rojas, tenían ahora los portones claveteados y algunos lechoncillos de tetas chamuscadas habían quedado, abiertos de por medio, sobre la mesa de la feria del domingo, cubiertos de especias exóticas traídas de las Indias. Un polvo muy fino, huraño como tiza amarilla, se confundía con las cenizas que volaban por los aires arrebatadas del bajel por los vientos del sur, que arrasaban con los cartones de las casuchas improvisadas más pegadas al puerto, allí, donde los marineros tomaban por asalto a las prostitutas cansadas de alcoholes caseros, soñando, mientras manoseaban sus ajados cuerpos, con hembras sin torceduras, íntegras y enteras al alcance de sus deseos.

El hombre se detuvo cuando rebasó las calles pedregosas del sector colonial. Un grupo de mujeres gimientes con los cabellos aprisionados por tiras de colores le salió al paso mientras se adentraba por los laberintos de los bodegones. Cuando llegó al barrio de las Alguazas las luminarias se encendieron en un mudo escarceo. Se detuvo frente a un portón que parecía arrebatado de las ruinas de un convento, con sus planchuelas metálicas, ingentes e historiadas, en un orden de mundo ignorado en su fronda de bronce. 

 El hombre empujó hacia adentro. Los dos batientes giraron sobre sus bisagras en un ronco chirrido. Un jardín de forma cuadrangular con narcisos y árboles en flor bordeaba la amplia casa de una sola planta. Dos columnas torsas, ostentando sus fustes helicoidales, acentuaban la formal exuberancia del exterior. El hombre tocó una vez. Le abrió la puerta una joven que vestía uniforme beige con delantal blanco. Era negra como el ébano, pero sus facciones recordaban a las vírgenes italianas de principios de siglo. El hombre le entregó una tarjeta de presentación cuyo contenido pasó inadvertido para la joven, pues no sabía leer. No obstante, le permitió el paso no más vio en una esquina, en colores vivos y a relieve, la imagen del escudo familiar.

La estancia era extremadamente amplia. Las paredes eran de ladrillos negros y sus vacíos estaban llenos de inscripciones de sentidos místicos. Trazados en cursiva gótica se dejaban ver caracteres hebraicos entre círculos cortados por triángulos. Sobre una piedra blanda estaba grabada la estrella de Salomón y el símbolo del cangrejo. El ambiente estaba enrarecido por el humo de los cigarrillos de hombres y mujeres que charlaban, bebían, distribuyéndose en pequeños grupos por el local iluminado con una luz rojiza. El hombre se dirigió al bar. Tomó un trago de aguardiente. Estuvo unos minutos sentado mientras jugueteaba con el pequeño vaso, después se dirigió al barman y le preguntó dónde podía encontrar a la Sibila. Luego de las indicaciones de rigor le dejó una generosa propina sobre la barra.

 Caminó por un largo pasillo, flanqueado por mujeres medio desnudas que le salían al paso con invitaciones obscenas que él cortésmente rechazó, hasta que llegó a una puerta roja con un extraño símbolo. El sonido de la música hacía vibrar las paredes. El hombre tocó a la puerta; al no recibir respuesta, entró.

En el centro de la pieza había una mesa de cedro vestida con un mantel de lienzo crudo. Detrás de ella, una mujer muy joven de una blancura inmaculada resplandecía a la luz de las llamas de la chimenea ubicada a su costado izquierdo. Tenía unos ojos dorados y sombríos que hacían las delicias de quien los mirara. El cabello rizado, de un rojo intenso, le caía en cascada sobre la espalda. La falta de enseres y efectos personales le hacía parecer que sólo estaba de paso.

El desconocido, vestido de lino blanco, se quitó el sombrero, lo puso sobre la percha al lado de la cual se amontonaban unas bombonas con agua de azahar y ollas griegas con miniaturas de templos arcaicos, de menhires, dólmenes. Toda la habitación respiraba el misterio de aquella belleza acuosa, casi etérea, que según sus indagaciones era como la sibila de Delfos.

 —Te estaba esperando —dijo con voz grave—. ¿Cómo te llamas?

 El hombre se quedó mirando los grandes pechos, generosos y firmes que traslucían tras el vestido de gasa negra. No pudo evitar la punzada del deseo. Un anhelo doloroso, salvaje, casi animal.

 —No sé, la adivina eres tú —dijo sonriendo.

—Pues estaría bien que te llamaras Sebastián.

—Así, ¿a secas? —dijo parándose frente a ella con la mesa de por medio.

—De la Rúa —murmuró con picardía.

 El hombre caminó hasta la mujer, se puso detrás de ella. Olió su cabellera rojiza de la que emanaba un aroma de violetas y le preguntó:

 —¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

—Como gustes tú —dijo con una sonrisa maliciosa.

—Constance de Toll… —murmuró en su oído.

—Veo que has hecho los deberes. Bien… hechas las presentaciones. ¿Qué quieres de mí?

—La verdad. Dame una muestra de tu talento para poder confiar en ti —dijo inclinándose al punto de sentir su aliento—. Sólo me has dicho un nombre que no es el mío y estoy un poco decepcionado. Suelo perder los estribos cuando me decepciono.

La mujer se quedó observándolo con atención. Luego se quitó el colgante que pendía de su cuello.

 —Toma, esto te pertenece —dijo admirando el porte varonil y hermoso del joven—. ¿Joseph estaría mejor? ¿Joseph Kalatrava?

 El hombre sonrió para disimular su sorpresa. Miró el colgante detenidamente. Se lo volvió a poner a la mujer en el cuello.

 —Todavía no. Dime, ahora que nos estamos entendiendo… ¿qué ves?

 La mujer tomó el mazo de barajas, lo cortó por la mitad y las fue disponiendo de cinco en cinco. Los astros estaban a favor del encuentro, leyó en los símbolos. Era noche de luna negra, de un despliegue de magia en todo su esplendor. Pensó en todos los días que había estado esperándolo. Él tenía que poseerla, así estaba escrito. Tras un lapso de tiempo prudencial que a él se le hizo eterno dijo:

 —Serás un hombre muy poderoso, el más temido de tu generación. Pero no podrás ver el futuro.

 Una oleada de ira se apoderó de la mirada del hombre.

 —Cuidado con lo que dices —dijo pasándole el dedo índice por la mejilla derecha.

 Ella sopesó lo que iba a decir a continuación. Con una actitud que podría ser de falsa resignación agregó:

 —Lo siento. Lo que buscas quedará fuera de tu alcance para siempre.

—¡Calla! —dijo dándole una bofetada—. ¡Embustera!

 Justo en ese momento, el sonido de la música cesó y alguien llamó a la puerta con un toque de estruendo.

 —Pase —dijo la Sibila.

—¿Todo bajo control, Constance? —dijo un hombre alto y fornido con cara de pocos amigos.

—Todo bien, Héctor.

 

No muy convencido, luego de un intercambio de miradas, salió.

 El visitante, sin intimidarse por la interrupción, una vez que la música volvió a escucharse, se quedó mirando los pechos firmes de la mujer que subían y bajaban con una agitación provocativa. Sin poder contenerse, la tomó violentamente por el pelo revuelto y la tiró contra la mesa. Como un salvaje la penetró una y otra vez con furia hasta aliviar su hombría. Luego la volvió a abofetear:

—¡Dime! ¿Cómo puedo lograrlo? ¿Cómo puedo ver lo que ves? —preguntó con una cólera que rayaba en la impotencia.

—¿Acaso no ves a tu alrededor? ¿No te asusta la muerte? —preguntó la joven sin impresionarse limpiando la sangre que le manaba del labio superior y acomodándose el vestido.

—¡No! ¡Me asusta más no ver lo que pasará mañana!

El hombre se quedó mirando los extraños símbolos, le dio la impresión de que la habitación le daba vueltas. Escupió hacia la chimenea. Se sentía extenuado. Sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente.

 —Existe una forma… —dijo al fin la mujer acomodándose el cabello.

—Te escucho.

—Si quieres el Kébir debes hallar el Kappa, sólo así no correrás peligro de poseerlo.

—Pero dijiste… —dijo tomando aire despacio—. Si me mientes, te arrepentirás. Ahora habla… ¿Qué es el Kappa?

—El Kappa es un mapa encontrado hace cien años en un antiguo grimorio que te dicta las realidades mágicas del Kébir, sus interconexiones con otras yerbas, sus secretos. Con él no padecerás de la Fiebre de Marfagones y detendrás toda esta matanza. Ahora vete, ya no tengo nada más para ti.

 

El hombre se le acercó despacio, le lamió el sudor que resbalaba por su cuello. La fue asfixiando lentamente.

 —¿Cómo puedo hallarlo? ¿Dónde se encuentra?

—En las tetas del Abigeo. Son dos montañas muy juntas que dan la impresión al mirarlas de los senos de una mujer, se encuentran al sur del río Akawa. Allí debes encontrar la Gruta de la Gamitana donde vive, protegido por los espíritus, el joven Ekué, gemelo de Tupayachi. Sólo ellos podrán decirte lo que quieres saber.

—¡Qué más! ¿Y el colgante? Dime, ¿para qué sirve?

—Es el símbolo de Betyel… más conocido por el ojo apotropaico, una protección muy poderosa—murmuró con dificultad.

 El hombre apretó sus dedos sobre el delicado cuello.

 —Hasta los 106… —dijo media ahogada.

—¿Qué significa eso? ¡Habla! —gritó estrangulándola aún más.

 La mujer se esmoreció y él la soltó para que tomara aire.

 —Vivirás hasta el día que cumplas los 106 años… no más.

 El hombre la miró sin ver. Le dio un golpe seco en la nuca. La mujer se desplomó como un ave exótica sobre lo vaporoso de su vestido. Luego le arrancó el colgante del cuello y salió como un loco a la calle. A lo lejos, el aroma del salitre se mezclaba con el olor de la muerte. Las llamas todavía parecían que querían alcanzar el cielo.

Joseph Kalatrava apuró el paso, le quedaban sólo 83 años de vida para cumplir sus deseos.

Martha Jacqueline Iglesias Herrera
De la novela en proceso de escritura: “El Kébir”
 

Martha Jacqueline Iglesias Herrera

Poeta y narradora. Nací el 21 de junio del año 1975. Licenciada en Ciencias Farmacéuticas en la Universidad de La Habana. Entre mis publicaciones están el relato “Los 360 minutos de Gustavo Cabernet”, Libro de los talleres, Editorial Dunken, Argentina (2008) y el poema “Si no fuera de ti”, Antología 1001 Poemas, Dexeo Editores, España (2009). Libro de Poesía “Desearte en abril” KDP Amazon (2019), Libro “El Muriente de Lupi y otros cuentos” KDP Amazon (2020). He resultado finalista en varios certámenes internacionales de poesía y relato corto. Cuento en mi haber con 9 libros inéditos de poesía y tres novelas: "EL KÉBIR" (2020), "CIELO QUE HUYE" (2021) y "OPERACIÓN PIRÁMIDE " (2022).

0 Comments

  1. ¡Qué fragmento tan bueno! Muy interesante.

  2. Gracias Blanquita!!! Sigo trabajando en ella!!!

    Abrazo!!!

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