Virgilio nuestro de cada verso,
testifica
los nervios y la sangre,
los tercos sudores de las almas sepultadas
bajo los alaridos de la miseria.
Luego palpa estos huesos azorados;
di si son ciertos, si una fuga,
si dos espejos valdrían el desabrigo de una muerte.
Testifica esa grave penitencia de la voz
para que las huecas mentiras que espolvorean
el enlutado café del día
callen, digamos,
como la piel y el desaliento,
como esta pena descalza que nos acoge.
Olvida los velorios, las máscaras,
el agrio veneno de sus gestos.
Dispuestas estarán las barajas y las estaciones
para el entierro final de la desmemoria;
testifica, oh hijo del polvo y la luz,
cuánto nos estorba la penumbra,
la incesante penumbra
del hombre y sus harapos.
EDUARDO DANIEL GONZÁLEZ GÓMEZ.