Sé que no es bastante romper la cáscara del yo que nos envuelve
Emito seudópodos que exploran el entorno por si hallaran alguna calidez de luz
La calle es un glaciar inerte, que no para ni muestra el sentido del camino.
Ni rastro de señales luminosas.
Incluso las ventanas a las que me acerco, ofrecen un horizonte cercenado por las rejas.
Está cerrada el ágora y el clima que la envuelve es una tibia linfa que asfixia y adormece.
Momentos de lucidez parecen dar alguna clave y es por ello que persevero y sigo.
Te busco a ti y te digo que tú también, antes del amanecer,
Una isla de intimidad para el contacto.
Un testimonio vivo.
Mas, tú, cierras los ojos y te muestras ausente.
Hoy me siento víctima de un fluir efímero, preñado de metáforas;
me nace un vendaval de imágenes sin hilo, sin Ariadna,
como racimos de ruidos que empañan los silencios.
Hoy me crece la duda incluso de mi mismo,
del ciego-necio filosofar con el que escribo.
Me duele ser un hombre
herido de palabras, sin palabras,
flores de plástico, maniquís de escaparate,
humo en revolución yendo despacio a un Septentrión amargo;
Apenas si amanece y ya me muestro terco perseguidor del invento de la nada.
No sé si sólo soy un verso en carne y hueso,
magro de médula y sustancia,
vespertino crepúsculo de tripas y nostalgias.
Un charlatán que vende abalorios envueltos en papel de crucigramas.
Empoemo las prosas con uvas en agraz,
–sarmientos bravíos en tierra de secano–;
aromo, con versos vestidos de malditos,
las lágrimas vertidas por los jardines públicos.
Visito diccionarios llamados a concilio
desde los aledaños de un prostíbulo;
hago lupanares con tela de arpillera,
burdeles insalubres en época de bullas y miserias.
Aterrado por los últimos temblores
me sumerjo en las sombras,
buscando la senda que conduce
a la Oculta Pagoda.
(Huidobro, desde el fondo de las páginas de un libro,
me mira y se sonroja).
Hoy me siento invadido por palideces de luna
–estañando un sol para los muertos—.
Recorro los arrabales del silencio.
Sostengo la mirada de las máscaras
mientras dentro de mí se van mezclando
los crujidos de espinas en el alma
con los gritos de un dios que ni comprendo ni me entiende.
Un dios ausente me redacta imposiciones o me impreca;
mientras me siento solo en el confín del tiempo,
del otro lado, más allá de la ribera,
en un difícil vado de río que no cesa.
No me quedan anaqueles que cobijen
manuales de naufragios, sopores ni sorpresas.
Y presiento ¡augurios de quimera!
a un Altazor que me aguarda en su dédalo de hiedra,
con gesto mordaz e inapelable.
Sugiere que vuelva atrás por el reloj de las esperas,
para volar con él en su paracaídas, y caer
precipitadamente en un lodazal de sangre y ciénaga.
Y he de caminar con él por el sendero oscuro
hacia la más oculta de todas las consciencias.
Octavio Fernández Zotes.
que quedó impreso en el acervo que mis días.
Nada de lo que hay en mí nació de nada.
Nada de lo que pasó fue fortuito.
Sólo soy fruto del sedimento del tiempo.
Pasaron las horas y las lunas;
pasaron los hombres y las cosas.
Soy todo lo que soy, nada es en balde.
Soy la fuente y el río; el nogal y el álamo.
Soy tierra sembradía y reja del arado;
el huerto que bebe y la noria que gira.
El silbido del viento y el ulular del pasmo.
Amor terrenal y pájaro volando.
Soy risa en abril y llanto en mayo.
Arena, mar, cielo y barranco.
Todo lo que hay en mí
no es más que una eternidad que está de paso.
En lo oscuro de la noche,