Lo supe siempre. Al percibir la vida
doblárseme en el seno, al golpearme
un pulso repetido por las venas,
lo supe: concebía hacia la muerte.
El Otro, aquel que hallé en el Paraíso,
aquel a quien fui dada el primer día,
dormía en paz ceñido a mi costado.
Ajeno a mi pasión no interpretaba
mi vientre henchido ni mi paso lento
ni preguntó jamás por qué mis ojos
incrementaban su terror oscuro
bajo la luz de sucesivos soles.
Dos veces fui llenada de misterio:
Caín crujía en mí. Me trituraba.
Con su sabor agriaba mi saliva.
Abel me fue muy dulce. Como el zumo
de los maduros higos en verano,
se diluía en mí, sabía suave.
Jamás dobló su peso mis rodillas.
Los vi nacer. Menudos, desarmados.
Pero en su carne yo leía: muerte.
Los vi crecer unidos. Madurarse.
Pero en sus ojos yo leía: crimen.
Los vi llegar al borde de la sima,
al límite del rayo y la tragedia.
Y, desde el fondo de mi sexo en ascuas,
clamaba a Dios, clamaba sin remedio:
¿No son hermanos, di, no son hermanos,
hechos de mí los dos hasta las uñas?
Caín y Abel, los dos un solo fruto,
colgándome del pecho, una caricia
idéntica al tocarles el cabello.
Los dos una cuchilla en mi garganta,
clavándose y doliendo día y noche.
Doliéndome la impávida belleza
de Abel, su rubia gracia conseguida.
Entre las mansas bestias, él, mansísimo.
Doliéndome Caín, aprisionado
entre cortezas ásperas, curtiendo
la mano destinada para el golpe.
Si yo hubiera podido revertirlos
de nuevo a mí. Fundirlos. Confundirlos.
¿Por qué, Señor, los quieres desiguales;
distintos en tu herencia y en tu gracia?
Yo los haría en mí. Yo los daría
de nuevo a luz. Caín tendría entonces
el alma azul, los ojos inocentes
de Abel apacentando sus corderos.
Abel ofrecería sacrificios
con manos de Caín sucias de tierra
y una ligera sombra de pecado
haría más humana su sonrisa.
Mas nada pude hacer. Surgió la muerte.
Clamé hacia Dios. Clamé. Pero fue en vano.
Caín y Abel parí. Parí la GUERRA.
ÁNGELA FIGUERA AYMERICH
Bilbao 1902-1984