Alacrán, cabizbajo, infló sus pulmones con cierto aire de añoranza que, en verdad, parecía un soplo de tristeza a juzgar por el rictus incontrolado de su cara. Con la cuchilla china, cogida de revés, golpeó con el canto la carne hasta ablandarla; luego, calentó el wok, y en tres cucharadas de aceite echó la cebolla y los hongos negros previamente cortados en cuadritos. Debajo de la bata blanca y el delantal azul llevaba un pantalón de un verde olivo gastado, un zambrán ruso con funda para pistola (pero vacío) y una camisa de camuflaje también descolorida. Calzaba botas del ejército, como tres puntos mayor, que corregía con dos pares de medias gruesas y ajustando los cordones al máximo permisible. A ciencia cierta, no era el uniforme reglamentario; pero desde que Kuba se perdió, el administrador, en nombre de una antigua consideración, se hacía el de la vista perdida.
A pesar de no haber pasado ninguna escuela, nadie tan ingenioso ni eficiente como él en el arte de la cocina. Ciertas habilidades en la conquista del paladar y del buen gusto, le valieron la bien merecida fama del prestidigitador de los arroces fritos. Era, por así decirlo, la columna vertebral del Akelarre: el mejor restaurante, entre pequeñas fondas, del barrio chino. Había prestado sus servicios por más de treinta años; y estaba, por así decirlo, emparentado con el marco rojo de aquella ventana, orientada al este y única abertura del recinto. Ella lo significaba, era el testigo mudo de todos sus descansos. En cierto modo, se habitaban mutuamente. Él lo sabía, por eso nunca le faltó a su vano. ¿Qué sería de aquella vista sin sus ojos? ¿O de sus ojos sin la vista?Necesitaban habitarse para justificarse mutuamente. Visto desde afuera, hacían un cuadro único: hombre acodado, fumando, mirando hacia el levante. Desde allí conoció la ciudad en sus zonas más íntimas, incluso, cuando la muy diabla simulaba estar perdida. También vio avejentarse las paredes, los muros; y supo que a pesar de los tantos kilómetros a que distaba el mar, el viento podía cargar toneladas de sal en su regazo. Sí, estaba convencido de que solo el salitre mordía con tal furia el asfalto, lo duro, de aquella forma. Las tendederas de las azoteas vecinas le ofrecían un espectáculo de colores grato a la vista, se abstraía en aquellos capoticos de bebé, baticas de niñas, pantalones, vestidos… que ondeaban indistintamente prendidos de los palos de metal. Pero, a veces, miraba con tristeza como una brisa hostil, que surgía sin motivo aparente, los descolgaba y los mandaba lejos perdiéndolos en el más allá. Y es que aquellos prendedores de metal no tenían la fuerza suficiente para sujetarlos. En cierto modo, todo pasó a un segundo plano la tarde que la descubrió tirada allí, toda cubierta de sangre, entre cartones y periódicos del tacho de basura. Alacrán no entendía como alguien podía abandonar a una cachorrita así, indefensa, a tan triste suerte. Tenía forma de caimán, por eso la llamó: Kuba, como la isla: estrecha hacia la cabeza, larga en el centro y más abultada en las ancas. Pero, su estado era tan deplorable que los pronósticos auguraban que resistiría, a todo tirar, no más de una semana. Bastó mirarla a los ojos para que Alacrán sintiera que tenía que luchar por ella; que valía la pena pelearla, con uñas y dientes, hasta arrancarla de aquel destino, al parecer, inexorable. Años después, todos constatarían que ella estuvo a la altura de su sacrificio. Su ladrido, el más fuerte; su fidelidad, como ninguna. Todo un ejemplo de camaradería y orgullo inseparable. Allá se veían por toda la ciudad, el uno para el otro: un dueto heterogéneo y bien logrado.
Pero hoy, Alacrán le falta al vano. Nada lo enmarca. No hay ojos para mirar la vista. Con manos temblorosas revuelve la cebolla y los hongos, ahora, achicharrados. La ciudad es… no sabe… se mueve como ausente. No puede o no quiere recordar el momento en que Kuba se perdió. ¿Era un día de sol? ¿De lluvia? ¿De otoño? Alacrán cansado de esperar, sale ahí, al tacho; revuelve los cajones, los frascos inservibles; hurga, escarba entre la hierba. Dentro del Akelarre una pequeña explosión hace que la cocina arda. Por un momento, ve el fuego lamiendo las paredes, las puertas, extendiéndose a las fondas y abrasando los árboles. Pero intuye que ella está allí, escondida, oculta por miedo a su regaño. Le silba suave… después un grito fuerte, un alarido que es apenas un siseo en medio de la muchedumbre atormentada. Alguien viene a llevarlo. Él se resiste. Siente el calor ardiéndole en la sangre. Ahora más consciente la piensa entre las llamas, perdida para siempre. Su voz se ahoga, le grita por su nombre: una, dos, tres veces… Intentan detenerlo, golpea, se encorva, forcejea entre los tantos brazos que logran arrastrarlo; mientras, con ojos azorados, no deja de vocear: ¡No sin mi Kuba!… ¡No…! ♦
Martha Jacqueline